viernes, 20 de febrero de 2015

Casta sacerdotal




Las castas sacerdotales de las diferentes religiones han excluido a la mujer del primer plano del mundo del espíritu, la han confinado en el mundo de la materia.

Esa exclusión ha llegado a ser algo tan arraigado y tan “natural” que a nadie llama la atención. Las mismas mujeres han asumido ese lastre. Los sacerdotes, al mismo tiempo que se dicen llamados por Dios, afirman que de esa llamada están excluidas las mujeres porque no tienen los genitales adecuados. Sacerdotes de todas las religiones han convertido los genitales en la clave de acceso a la comunicación con Dios, y han convencido a las mujeres de que esa comunicación directa a ellas les está vedada, las han convencido de que Dios no confía en ellas para ser las transmisoras del mensaje, porque sus genitales no son los adecuados.

Infinidad de mujeres, de distintas épocas, de culturas diversas, lo han creído. Ellas mismas, convencidas por esos sacerdotes, convencidas por unas sociedades que a su vez han creído lo dicho por los sacerdotes, ellas mismas han defendido su vinculación a la materia, su protagonismo preferente en el ámbito de la materia.

Así los sacerdotes han ralentizado la andadura de muchos seres humanos hacia el Espíritu. En vez de facilitarles el camino, lo han llenado de obstáculos.

De ese modo, los sacerdotes se han transformado en agentes de la materia. El dios al que dicen representar no es el Dios del Espíritu, que no hace distinciones entre hombres y mujeres, sino el demiurgo creador de la materia. Los sacerdotes, al convertir las diferencias físicas en fundamento de la organización de sus Iglesias, no son portadores del mensaje de Dios, sino instrumento y vehículo del creador de la materia.

Las palabras de los sacerdotes pueden parecer justas y sabias. A veces lo son. Pero en su mensaje late siempre la gran injusticia de origen: sojuzgar a la mitad de los seres humanos. Esa injusticia inicial impregna necesariamente el resto de su actuación. Pueden parecer hombres que actúan en nombre de Dios. Pero no está capacitado para hablar de amor, de justicia y de igualdad quien basa su vida en la desigualdad, la injusticia y el desamor.

Pueden asegurar que aman al prójimo, pero es una extraña forma de amar la que en vez de ayudar pone barreras, la que, en vez de tratar a los demás como iguales, establece una radical diferenciación, basada en el físico, que condena a la mitad de la humanidad a un camino doblemente difícil.

Hay algo profundamente perverso en ese modo de actuar. Durante siglos, desde su posición de preeminencia, han inspirado la organización de la sociedad religiosa sobre esa base injusta.

Como la generalidad de las sociedades ha asumido esa distribución, difícilmente se advertirá la perversidad que late en ella.

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