martes, 13 de marzo de 2012

DOCETISMO



A lo largo de la historia de la Iglesia, las herejías dualistas se van sucediendo.

Sustentado en antiguas enseñanzas del Oriente Medio, el dualismo de la gnosis estaba bastante extendido en el ambiente filosófico griego cuando surgió el cristianismo, y se filtró en éste, dando lugar a una serie de herejías que trataban de dar respuestas satisfactorias a las preguntas fundamentales.

El docetismo representa la primera crítica seria hecha a las creencias de la recién formada comunidad cristiana, efectuada al entrar ésta en contacto con el mundo cultural y religioso extrajudío.


El término docetismo proviene del griego, del verbo “dokeo”, “parecer”, y el sustantivo “dokesis”, “apariencia”.

La tesis fundamental de la gnosis es que la materia es mala.
Consecuentemente, es imposible que Dios, espíritu puro, se contamine con ella.
Y, por lo tanto, Jesús no pudo tener un cuerpo carnal.


En las Cartas de Juan, del siglo I, ya se habla de la existencia en las primeras comunidades cristianas de falsos profetas que difundían una doctrina heterodoxa respecto a la naturaleza de Jesucristo: su cuerpo no era material, sino que su “encarnación” fue mera apariencia; sólo en apariencia asumió el Hijo de Dios la condición carnal.
Y Juan proclama, refutando tal afirmación: «si reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre, son de Dios; pero si no lo reconocen, no son de Dios» (1 Juan IV, 2-3); «porque muchos engañadores han salido por el mundo, que no reconocen que Jesucristo ha venido en carne» (2 Juan, 7).


Sostienen los docetas que el cuerpo de Jesús fue sólo aparente. Nació, vivió y murió en apariencia como cualquier hombre, pero la materia de su cuerpo no era real, porque «lo divino no puede convivir con lo mortal», como afirmaba Filón de Alejandría.


Algunos relatos del Evangelio favorecieron las primeras interpretaciones docetas:

Jesús pudo caminar sobre las aguas porque su cuerpo carecía de peso. Los discípulos pensaron que era un fantasma: «Viéndole ellos andar sobre el mar, pensaron que era un fantasma, y gritaron» (Marcos, VI, 49); «Los discípulos, viéndole andar sobre el mar, se turbaron, diciendo: ¡Un fantasma! Y dieron voces de miedo» (Mateo, XIV, 26).


En el texto apócrifo los Hechos de Juan se narra:
«Una vez, cuando lo toqué, sentí un cuerpo material y sólido; pero otras, al palparlo, era su ser sin sustancia, incorpóreo y como inexistente».
«Muchas veces, caminando con él, quise ver si dejaba huellas visibles sobre el suelo, pues había visto que se elevaba sobre la tierra. ¡Y nunca vi ninguna!».


En la cruz había sido clavado un cuerpo que no era humano, y del cual no se puede decir que haya sufrido. Jesús no era un hombre como los demás.

Tras la resurrección, las apariciones de Jesús siguen siendo “fantasmales”, pues, si bien le pide a Tomás que le toque, lo cierto es que previamente había entrado en la sala en la que estaban reunidos los discípulos “estando cerradas las puertas” (Juan XX, 26).


Igual que rechazaban la carnalidad del cuerpo de Cristo, los docetas negaban también que se fuera a producir la resurrección de los muertos en los términos en los que la entendía la mayoría de los cristianos.
La idea de resurrección apuntada en el Evangelio de Juan no hace referencia al futuro, sino al presente, y en ella no se habla del cuerpo, sino sólo del espíritu del hombre.
Porque, como se afirma en la primera Carta de Juan, el que cree en Jesús ha conseguido ya “pasar de la muerte a la vida” (III, 14).
Basándose en esta idea, algunos cristianos del siglo I sostuvieron que la resurrección de los muertos sucede en esta vida y que no se trata de la resurrección material de los cuerpos en un tiempo futuro, sino de un despertar del espíritu.


En el mismo Evangelio de Juan se argumenta en contra de esta tesis:
Un segundo redactor corrigió la opinión del primer autor e introdujo en el texto, poniéndolas en boca de Cristo, afirmaciones que defienden una resurrección de los muertos al final de los tiempos:
«Y ésta es la voluntad del que me envió: que no pierda nada de todo lo que Él me ha entregado, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que reconoce al Hijo y cree en él tenga vida definitiva, y lo resucite yo en el último día» (Juan, VI, 39-40).

De hecho, tanto en los escritos de los apóstoles como, sobre todo, en los de los Padres de la Iglesia, se combatió desde sus orígenes el planteamiento doceta.

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