lunes, 13 de febrero de 2012

MANIQUEÍSMO


En el siglo III surgió en el seno de la cristiandad oriental una heterodoxia, el maniqueísmo, que acabó convirtiéndose en una de las cuatro grandes religiones del mundo antiguo, junto con el judaismo/cristianismo, el islamismo y el budismo.


Desde la redacción en el siglo IV de las Acta Archelai, del obispo Arquelao, una obra antimaniquea, se impuso la idea de que el maniqueísmo era una corriente religiosa típicamente oriental, irania, que sólo de manera superficial había aprovechado algunas ideas del cristianismo para engañar a los cristianos y hacer que éstos aceptasen las doctrinas maniqueas.
Sin embargo, a principios del siglo XVIII comenzaron a publicarse nuevas fuentes maniqueas, incluidos restos de obras de Mani mismo o de sus más inmediatos seguidores.
A partir de entonces se empezó a considerar el maniqueísmo como una especie de síntesis entre el zoroastrismo y el cristianismo oriental de Marción, o, de modo más general, como una versión oriental de la gnosis.

En el siglo XX se han publicado nuevas obras maniqueas auténticas, como las Exposiciones doctrinales, el Salterio o libro de himnos litúrgicos maniqueos y, de mayor importancia, el Códice maniqueo de Colonia, aparecido en 1970.
A partir de este último, se puede efectuar una mejor reconstrucción de la doctrina de Mani, así como afirmar el carácter judeocristiano y baptista de la comunidad en la que vivió Mani.


Mani se presentaba como “apóstol de Jesucristo”. Conocía los textos del Nuevo Testamento y los escritos apócrifos cristianos. Puede hablarse, así, de un “cristianismo maniqueo”.


El profeta Mani nació el 14 de abril del año 216 en Seleucia-Ctesifonte, ciudad de fundación griega cercana a Babilonia, Mesopotamia, la actual Iraq. Murió en el año 277 en Bet Lapat.

Su madre se llamaba María, lo que indica que nació en un entorno cristiano, probablemente una secta bautista, y, más en concreto, elcasaíta (seguidora de las enseñanzas de Alkhasaios).
Los elcasaítas mantenían una doctrina sincrética en la que se conjugaban pricipios cristianos, judíos, paganos y gnósticos, y en la que primaban las posturas ascéticas y la visión escatológica, pues se aguardaba la pronta venida de un profeta definitivo que anunciase el tiempo de la era final del mundo.


Desde muy joven Mani afirmó haber tenido visiones celestiales. En una de esas apariciones celestes, cuando tenía 12 años, Mani afirmó haber visto a su pareja celestial, que le hacía revelaciones. Desde entonces, su pareja gnóstica continuó visitándole y transmitiéndole conocimientos, a la espera de que Mani se liberara de las cadenas de este mundo y se uniera en el Cielo con su pareja divina.
En esas visiones, su contrapartida celeste reveló a Mani que él estaba destinado a ser el “Paráclito”, el Espíritu Consolador / Revelador celestial que, según el Evangelio de Juan, Jesús prometió que recibirían los cristianos después de su muerte y regreso al Cielo: «Cuando el Paráclito venga os revelará todo» (Juan 15, 26).
De hecho, sus seguidores consideraron a Mani el “nuevo Jesús”.
Mani aceptó su misión, con el convencimiento de que lo a él revelado era la síntesis que constituía la verdadera religión universal para el final de los tiempos. Una síntesis que superaba la interpretación judeocristiana de Jesús que él había recibido.
Él, Mani, debía difundir la nueva religión, en la que se fundían gnosticismo, zoroastrismo y cristianismo.

Al principio de su vida religiosa activa, Mani intentó reformar la secta en la que vivía, pero no tuvo éxito, por lo que la abandonó y emprendió una serie de viajes misioneros que lo llevaron hasta la India.

Visitó asimismo la corte persa y se ganó la voluntad del monarca para difundir la nueva religión. La buena acogida que le dispensó el rey quizás se debió a convencimiento o quizás a que éste vio en la nueva doctrina una especie de contrapeso al excesivo poder político de los sacerdotes de Zoroastro, los “magos” persas, que controlaban religiosamente el país.

Pero el monarca siguiente prestó oídos a las acusaciones de los “magos” contra su competidor, y Mani fue apresado, juzgado y condenado a muerte por subversión.


Sin embargo, sus discípulos continuaron predicando la nueva religión, a la que, dado su carácter de síntesis, de enseñanza universal, fueron incorporando rasgos de otras religiones (en particular del budismo) de las tierras que visitaban.

La doctrina de Mani no fue nunca religión oficial de ningún país, ni siquiera de Persia, su tierra natal, donde siguió imperando el zoroastrismo, pero, ya en vida de Mani, y sobre todo tras su muerte, se organizó el grupo de seguidores, y la iglesia surgida de este movimiento se expandió con rapidez y fue durante un tiempo una importante rival de la iglesia ortodoxa.
Entre los siglos IV y VI llegó a abarcar un amplio territorio: Asia Menor, Arabia, Siria y Palestina, la India, la China y el Tíbet, el norte de África, e incluso algunas zonas de Hispania y las Galias.

La iglesia maniquea no tenía templos, pero estaba bien estructurada.
En la cúspide estaba el representante de Mani: el Príncipe o Jefe. La sede de esta principalía estuvo en Babilonia hasta el siglo X y luego en Samarcanda (capital de la antigua Sogdiana, ahora Uzbekistán).
Por debajo estaban 12 apóstoles o Maestros principales.
En el escalón inferior había 72 obispos y más abajo 360 presbíteros. (Se combinaban así números evangélicos y astronómicos).
Entre los fieles, en primer lugar estaban los “elegidos “, hombres y mujeres, capaces de asimilar plenamente la enseñanza maniquea.
En un segundo rango estaban los “oyentes”, incapaces por el momento de poner en práctica en su vida la doctrina plena, pero que podrían salvarse por medio de sucesivas reencarnaciones hasta conseguir el estatus de elegidos.
La diferencia esencial entre “elegidos” y “oyentes” no estaba a nivel cognoscitivo, sino práctico: en el modo de vida.


***


La doctrina maniquea se basa en una historia bastante complicada, pero que sus creyentes no interpretaban como un relato simbólico sino como la narración de hechos reales.

Trata del exilio del alma en un cosmos material hostil, y de su salvación.
Esta salvación se realizará por medio del conocimiento de una verdad revelada, una gnosis a través de la cual se conoce la existencia de los Primeros Principios, la naturaleza divina del alma y el camino a emprender para alcanzar la liberación de ésta de la cárcel material.


El inicio de la narración es una cosmogonía dualista:
En los orígenes de todo existían dos Potencias separadas y antagónicas, la Luz y las Tinieblas, la Bondad y la Perversidad.
Las dos son entidades en sí mismas, pues las Tinieblas tienen sustancia propia y no son un producto secundario.
En el ámbito de la Luz o Espíritu reina el “Padre de la grandeza”, cuyos atributos constituyen la plenitud (el “pleroma”) de su ser: Pureza, Sabiduría. Rodean al Padre entidades o “eones” luminosos.
En la esfera de las Tinieblas o Materia también hay un “Arconte” o “Jefe”, el Diablo, la Maldad absoluta. Está rodeado de oscuros demonios.


En un principio ambos reinos están separados, pero, de resultas del movimiento incesante del Mal, hay un instante en el que el Príncipe de la Tiniebla ve al Padre de la Luz, se llena de envidia, desea poseerlo y decide atacarlo.


Se inicia entonces una lucha entre ambos Principios.


Para combatir en esa Batalla Primordial, el Bien emana a la Madre de la Vida, y ésta a su vez al Hombre Primordial.


Pero el Hombre Primordial resulta vencido en su lucha contra el Mal.
La Madre de la Vida rescata al derrotado Hombre Primordial, pero el rescate no es perfecto: “Abajo” quedan restos del Alma, divina, del Hombre Primordial, fragmentos de Luz que son aprisionados por la Materia.


Para salvar a esas partículas de Alma, el Espíritu decide crear un universo que le sirva de instrumento para separar a la Luz de la Tiniebla.
Para esa creación utiliza restos de Materia vencida.
Así pues, el Universo no es una producción directa del Demiurgo malvado, como en el gnosticismo, sino el resultado de un designio de la Luz, aunque ésta se valga de la Materia, pues utiliza la sustancia de los demonios vencidos.
El Universo tiene, pues un valor ambivalente: en él se mezclan la Materia utilizada y el Espíritu que la utiliza.
En ese Universo hecho de Materia se hallan las almas humanas, las partículas de Luz que hay que rescatar.


Comienza entonces el proceso de reconducir a esas partículas a su lugar de procedencia, a la Luz Esencial.
Este proceso de salvación es como un viaje hacia arriba: por medio de unas ruedas de fuego, agua y viento, que empujan a las partículas, se forma una columna de luz, una “vía luminosa” que asciende, constituida por las partículas redimidas.


Hasta este momento el Universo está integrado sólo por los astros.


Las fuerzas de la Tiniebla observan que van perdiendo poco a poco elementos de Luz.
Urden entonces un plan para detener esta pérdida: Generar otra creación paralela a la producida por el Espíritu, para retener en ella a las partículas de Luz.


Esta creación paralela es la de los seres humanos.
Para elaborar a estos seres, el Mal reproduce con Materia la imagen del Hombre Primordial creado por la Luz. Y en esos cuerpos encarcela a los restos de Espíritu.
Así, la creación de los seres humanos, cuyos cuerpos son cárceles de la Luz, retrasa el proceso, ya emprendido, de redención de los restos de Luz en el Universo.


La reacción del Reino de la Luz al ver esta creación de la Tiniebla - los seres humanos - consiste en enviar a ellos una nueva entidad divina, un Esplendor, nueva personificación del Hombre Primordial.


La misión de esa entidad consiste en iluminar a los seres humanos para que puedan recibir la gnosis, el conocimiento redentor, la llamada de lo alto.
Esta gnosis no es sino la comprensión de que el alma está dominada por la materia y ha de liberarse de ésta.


El mensaje de liberación será llevado al hombre por distintos mensajeros, todos ellos encarnaciones del Esplendor: Abraham, Moisés, Buda, Zoroastro, los profetas, Jesús, los apóstoles y, finalmente, Mani, el último iluminador, el último redentor.
El principal enviado antes de Mani fue Jesús, y su cuerpo no fue material, sino mera apariencia.


Al morir el cuerpo de cada ser humano, el alma, si ya ha recibido la gnosis y ha actuado en consecuencia para desligarse de la materia, asciende a la Luz.
Si aún no se ha purificado, se reencarna en otro cuerpo, hasta completar el proceso de conocimiento y redención.
Este proceso terminará cuando se libere la última partícula de Luz.
Los cuerpos no se salvarán sino que quedarán en el Reino de la Materia.


Lo más importante, pues, para el ser humano en esta tierra es alejarse de la materia y alcanzar el conocimiento salvador. Los que han sido iluminados deben a toda costa luchar para liberar la Luz de la Tiniebla, para no alargar el tiempo de prisión en la materia. Deben apartarse de toda actividad mundana. Deben buscar la pureza por encima de todo.


Cuando ya no quede Luz en el Universo, éste será consumido por un fuego de purificación que durará más de mil años.
El Mal, la Materia-Tiniebla, definitivamente derrotada, quedará de nuevo completamente separada del Bien, del Espíritu-Luz. Los dos Poderes volverán a estar, como al principio, distantes y apartados.


***


Los textos sagrados en los que se basaba esta compleja mitología eran, además del nuevo Testamento, los escritos de Mani. La iglesia maniquea rechazaba el Antiguo Testamento.
Consciente de las múltiples interpretaciones que habían sufrido las doctrinas de Jesús, de Buda y de Zaratustra, por no haber dejado nada escrito, Mani se preocupó de que su pensamiento quedara fijado en libros.
Compuso sus obras en su lengua materna, el arameo.
De estos textos - que eran siete, número sagrado - sólo han sobrevivido fragmentos, pero conocemos sus títulos: El Evangelio Viviente o Gran Evangelio, El tesoro de la vida, El tratado, El Libro de los misterios, El Libro de los gigantes, Las cartas y Salmos y oraciones.
El Sabuhragan, entregado al monarca como resumen de sus enseñanzas, fue escrito por Mani en persa, pero no pertenecía al canon.
Otras obras maniqueas que hoy poseemos, como las Exposiciones, el Salterio y el Códice de Colonia, tampoco pertenecían al canon.


A partir del siglo VI, algunos adeptos del maniqueísmo tomaron el nombre de paulicianos, al ser refundados por un tal Pablo, hijo de Gallínico.
En los siglos X y XI bogomilos y cátaros asumieron parte de la herencia maniquea.
Restos visibles del maniqueísmo se conservaron hasta el siglo XVII en China.


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