jueves, 8 de septiembre de 2011

Los dedos de Dios


Hay grietas por las que penetra la otra realidad. Grietas a través de las cuales se puede, aunque sea pasajeramente, establecer contacto con la otra realidad. Hay lugares en los que es más fácil entrar en comunicación con “el otro lado”.

Seguramente a esos lugares se retiraba Jesús.

Hay grietas. Dios consigue abrir grietas en la materia. Grietas por las que colarse y entrar en contacto con los hombres, grietas a través de las cuales dejar mensajes.


En algunos lugares hay grietas por las que se filtra algo de Luz.


Hay que buscar esos lugares. Pero, si no caminamos con el ánimo adecuado, con el espíritu dispuesto y alerta, podemos pasar por ellos y no advertir nada.

Las grietas son finas, el rayo de luz que se cuela por ellas es tenue.

Es tenue, pero deslumbra. A partir del momento en que lo vemos, no podemos volver a ser los mismos. Ya lo único que desearemos será saber más de esa Luz, sumergirnos en Ella. Entenderemos que ése es nuestro lugar y anhelaremos regresar a él.

Hay que caminar despacio y alerta, con nuestro ser dispuesto para reconocer las señales de la Luz.

Hay que buscar las grietas.

Se trata de lugares especiales. Lugares en los que se siente una energía, una vibración desconocida, algo que trasciende lo que podemos aprehender con nuestros sentidos, y que nos hace sentir más fuertes, más sabios, mejores.

No tiene por qué ser un lugar especialmente hermoso o plácido. Puede ser un páramo terriblemente batido por el sol. Sí ha de ser un lugar solitario. El bullicio, el ir y venir, el parloteo de la gente imposibilita percibir lo sutil. Los ángeles se manifiestan en la soledad.

El mejor modo de encontrar alguno de esos lugares, el mejor modo de llegar a percibir alguna de esas señales, es ponerse en camino. Aunque no sepamos hacia dónde.

Andar. Andar, atento a las señales. Éstas pueden producirse y pasarnos desapercibidas, si no vamos atentos. Por eso, es importante la soledad. La soledad agudiza la percepción. La voz de Dios es leve. El ruido humano la ahoga. Hay que buscar senderos solitarios y ponerse en camino.


Quizás no pase nada durante mucho tiempo. Pero un día algún ángel nos saldrá al encuentro. No será una aparición espectacular. Será sólo la percepción de que ya no caminamos solos. Será sólo la impresión de que la luz se ha intensificado, la sensación de que sabemos algo que no sabíamos.

En esos lugares, Dios ha logrado abrirse paso para acercarse a nosotros. Son lugares en los que lo importante no es lo que se ve sino lo que no se ve. Puede ser un tranquilo prado cuajado de flores, el pico nevado de una montaña, un árido sendero, las ruinas de un pueblo abandonado... Puede ser un lugar beatífico o desolado. Dios no se presentará como una zarza ardiendo ni como un hombre de gran barba envuelto en rayos. Será sólo un escalofrío; una certeza que irá más allá de los dogmas, más allá de la fe. Quizá después regresen las dudas y los temores y los interrogantes. Pero el recuerdo de ese encuentro, el recuerdo de ese lugar en el que estuvimos con Dios, nos ayudará a seguir.

Hay que estar atento, para poder asimilar la intensidad de ese contacto; para poder, después, rememorar lo que aprendimos en ese lugar en el que Dios extendió su mano hacia nosotros y nosotros extendimos hacia Él la nuestra y por un instante sus dedos y los nuestros se rozaron.

El roce de nuestros dedos con los dedos de Dios. Eso es lo que se produce en los lugares en los que una grieta abierta en la materia permite que Dios introduzca su mano y nos toque.


El camino cátaro consiste en emprender esa búsqueda. Consiste en soltar amarras, en perder el miedo que nos impide echar a andar, en vencer el temor que nos producen los senderos que se internan en lo desconocido, en desembarazarnos del pesado lastre que hemos ido acumulando y que no nos deja avanzar.

El camino cátaro consiste en buscar los lugares donde nuestros dedos puedan rozar los dedos de Dios.

Tras ese contacto, muchas cosas dejarán de importarnos. Las luces del mundo palidecerán frente a esa Luz que hemos vislumbrado por un instante. Ya sólo querremos saber más de esa Luz, volver a sentir ese contacto que pasajeramente nos hizo ver lo invisible. El contacto que da conocimiento.

El camino cátaro es la búsqueda de las grietas por las que se filtra la Luz.

Cuando hayamos entrevisto esa Luz, sabremos que somos parte de ella y ya sólo querremos recuperar nuestra identidad perdida. Seguir internándonos por esa vereda que al principio nos dio miedo, en busca de ese espacio más allá del espacio en el que el contacto de Dios nos envuelva para siempre.

 

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